dondelaspalabrasmueren

... comienza la música. Después de todo poesía es música dicha con palabras.

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Nombre: E de K
Ubicación: ciudad de Buenos Aires, Argentina

viernes, febrero 12, 2010

La leyenda de Atila y Gardunor



Mamihlapinatapai

Ocurrió en la zona bancaria de Buenos Aires, a cinco cuadras del río, en un edificio que pertenecía a una compañía de seguros. En ese lugar; de lunes a viernes, de diez a dieciocho, y desde la planta baja hasta el quinto piso, los empleados se movían en un ir y venir que en absoluto evidenciaba desorden. Eran horas en las que predominaban los sonidos de oficina: rumor de ascensores, siseo de teclas y la cacofonía de teléfonos y voces humanas. Al retirarse el personal, y mientras el servicio de limpieza hacía su labor, la bulla de la radio invadían los corredores; luego, cerrado ya cada piso, trabados los ingresos al sector caja y, muy especialmente, el despacho del presidente de la compañía, sólo se escuchaba el canturrear de Manolo, el encargado, ocupándose en activar la alarma antes de subir hasta el sexto piso. Allí —mitad azotea, mitad departamento— estaba la portería donde vivía Manolo, su esposa Sara, y una gata vieja y gorda que gustaba de amodorrarse en el sofá de la casa, indiferente al murmullo de la televisión o al ruido del agua en la cocina. Cuando Sara y Manolo se acostaban, el silencio se adueñaba de todo el edificio. Parecía que ya nadie hablaba, que nada se movía. Sin embargo no todo era mutismo y quietud. Muy debajo de la terraza, en los subsuelos de la compañía la agitación reinaba. Eran los dominios del rey de la comunidad de ratas de mayor jerarquía de la zona. Se sabía que sus antepasados habían llegado a bordo de un ballenero noruego que naufragó en el canal de Beagle, y por varias generaciones supieron convivir con los yámanas; acaso por ello, el rey conocía los ancestrales idiomas, los que estaban borrados de los labios de los hombres, los que nunca fueron escritos; y su nombre, Palantelen –el de las pisadas misteriosas- recordaba ese noble origen.


La comunidad había instalado sus nidos de pelusa y cartón en el segundo subsuelo al abrigo de la Gran Caldera —su calor sugería tibieza de hogar—, y todos respetaban a la anciana de hierro que, en contadas ocasiones, cuando el hollín le era propicio, y entremezclando ronroneos y soplidos, decía alguna palabra que Palantelen descifraba para deleite del grupo. Pocos lugares brindaban tal segura comodidad como ése: agua en abundancia gracias a las filtraciones del caño mayor de desagüe y comida rica a sólo una escalera de marcha en el primer subsuelo. En esa área los hombres guardaban, en archivos gigantes, una variedad exquisita de papel y cartón que alimentaba desde hacía tiempo a la comunidad. Nadie necesitaba aventurarse más allá.
Pero no era la promesa de mejores bocados lo que impulsaba a Gardunor, hija menor de Palantelen, a ignorar las reglas y trepar a la terraza. Ella era distinta a sus muchas hermanas —más delgada y tímida—, tenía por costumbre observarlo todo con ojos de asombro esperanzado y a diferencia de sus pares solía guardar pedazos de viejos almanaques con retratos de riberas frondosas y soleadas. En sus sueños imaginaba qué maravilloso sería vivir en un sitio así, y muchas veces se dormía sobre la foto con la ilusión de despertar allí. El rey la vigilaba tanto como podía, pero eso no impedía que la joven se escapara noche tras noche y sentada sobre una antena redonda en lo más alto de la terraza, entonara al cielo una canción, casi una plegaria suave, hecha de antiguas palabras.
Y resultó ser la búsqueda de antiguas palabras escritas, lo que quebró la paz del edificio.
Al cumplir cincuenta años la compañía de seguros, su presidente decidió leer, en el acto de conmemoración, una carta recibida en los comienzos, que les augurara un futuro promisorio. Enviada por el socio suizo que siempre los había acompañado, la carta era todo un símbolo para la empresa.

Ubicar el mensaje no fue poca cosa para la consternada secretaria de presidencia, más aún al descubrir que la carpeta había sido despachada por error a los archivos definitivos del subsuelo. El jefe de Servicios Generales en persona bajó, junto a Manolo, a buscar el expediente. Les llevó casi cuatro horas dar con la caja que rezaba: cartas año 1959. La alegría se esfumó no más abrir la carpeta y descubrir que el precioso y crocante papel vía aérea era un despojo cuidadosamente roído.
El enojo del presidente fue tal que nadie quedó a resguardo de su ira, Manolo, principalmente, por no haber detectado a tiempo las huellas de las indeseables. En toda la compañía se desplegó una cruzada anti-ratas donde la única excluida fue la mimada gata de la portería. Empresas de gran reputación presentaron presupuestos garantizando el exterminio; pero el costo era altísimo. Entonces Manolo —un poco para menguar su descrédito y otro poco para evitar que gente extraña entrara a sus dominios— le sugirió al presidente aplicar un método infalible utilizado en el campo: combatir las ratas con un hurón. Es efectivo y muchísimo más económico —concluyó. Vocablo mágico que provocó la inmediata aceptación de la idea.
Así fue que llegaron al edificio Titania y Atila. Y trajeron una pareja de hurones porque alguien creyó prudente aceptar la leyenda que afirma que a veces—por soledad o lo que fuera—el macho terminara apareándose con las ratas y deja de cazarlas.
Titania tenía el pelaje blanco. En contraste, Atila era un ferret color azul negro con las patas y la cola crema. Les hicieron una madriguera junto a los archivos del sótano y resultó claro desde el comienzo que él sabía hacer su trabajo. Silencioso y elegante, se movía con libertad por todo el edificio, pero fue en ése subsuelo donde su eficiencia quedó demostrada, al punto que las primeras semanas, Manolo tuvo bastante tarea en retirar las bajas y limpiar cada dos días.

Naturalmente, esas hazañas por demás gratas para los humanos, no tuvieron igual repercusión en la comunidad del segundo subsuelo. La presencia de un enemigo tan poderoso los tomó por sorpresa. En pocos días fueron muchas las pérdidas, al punto que el propio rey se hizo cargo en planear y conducir las expediciones que subían en busca de alimentos. Palantelen descubrió, rápidamente, que la hembra adormecida en la madriguera estaba preñada. Detalle que la volvía más lenta. Entonces el rey condujo las avanzadas solamente cuando el macho se había marchado. Esas tácticas les permitieron sobrevivir un tiempo, pero él sabía que una vez ella diera a luz, los enemigos se multiplicarían. Hasta era posible que bajaran a sus dominios y si eso ocurría, la comunidad toda estaría en peligro.
Después de mucho cavilar, Palantelen reunió a su gente y, al calor de la Gran Caldera, dio la orden que nunca hubiese querido dar: ampliar el pasadizo al costado del caño de desagüe para conectar el sótano con las alcantarillas. Nadie se atrevió a preguntar, conocían la respuesta: era el principio del éxodo. La tristeza enmudeció a todos. Hasta Gardunor, que siempre había soñado con visitar otros lugares, sintió miedo por esa huida hacia lo desconocido. Ella sabía del destino de otras comunidades que, obligadas a emigrar, se habían dispersado por el mundo y ya nunca volvieron a encontrarse.
En ese instante Gardunor se temió culpable, segura de que habían sido sus plegarias cantadas las que trajeron la mala estrella a sus hermanos. En silencio se enroscó en su nido y lentamente, sin derramar una lágrima, trizó a dentelladas la lámina brillante con la imagen del río soleado. Y esa noche, mientras todos se afanaban en ampliar el pasadizo, ella trepó la escalera y despacio se acercó a la madriguera del enemigo. No estaba preparada para la rápida reacción de la hembra blanca y cuando esta se abalanzó sobre ella, Gardunor huyó. Corrió sabiendo que su vida dependía de ello, sentía tras de si el gruñido y por instinto buscó subir a la terraza; lo hizo por el hueco del ascensor. Sus uñas afiladas se hincaron en el cable y así sostenida ascendió todo lo rápido que pudo. No se atrevía a volver la vista. Un jadeo sordo y el cable que se sacudió la hicieron detenerse. Echó una ojeada hacia abajo y vio a la hembra que había saltado tras ella.
Pero Titania carecía de la agilidad necesaria, estaba pesada para trepar por un sitio así, y no logró aferrarse. Cayó a la profundidad del hueco oscuro.
Gardunor no comprendió inmediatamente lo que había pasado y demasiado asustada para pensar, buscó refugio en su rincón seguro: la antena en lo alto de la terraza. Allí, acurrucada y rendida de cansancio, la alumbró el sol de la mañana.
Y fue un día extraño para todos.
Para Manolo, que descubrió a la hurona muerta, y para evitar otro disgusto, se deshizo de ella rápidamente. Para Palantelen, que a pesar de no encontrar a su pequeña Gardunor, ordenó la partida de la comunidad; antes de marcharse, y en voz grave, le rogó a su amiga, la Gran Caldera, que protegiera a la niña si ella volvía.
Y para Atila, que no halló a Titania en el nido y a lo largo del día la buscó por todo el edificio. La llamaba por su nombre —ése que no conocen los humanos—, le dejaba rastros por cada rincón e incluso intentó salir al exterior pero no logró pasar la entrada. Confinado nuevamente en el sótano, Atila intuyó algo malo. Su delicado olfato lo fue llevando hasta el piso del hueco del ascensor. Por largo rato se quedó allí. No necesitó ver para saber. No precisó palpar, para reconocer.
Los ojos de Atila se cubrieron de pena. Él había querido huir con ella hacia los pastos altos de la pradera, pero su compañera prefirió la comodidad y el calor de las madrigueras humanas. Y ahora, ése mundo tan falto de sol y de lluvia, los había separado; estaba solo, atrapado en una prisión de cemento y acero.


Atila imaginó con tristeza que tal vez nunca más le diera su nombre a nadie; pues, como todo el mundo sabe, un hurón únicamente dice su nombre a quien será su pareja.
Y pasaron muchos días.
O quizá no fueran tantos, pero para Gardunor parecieron siglos hasta que se atrevió a bajar al sótano. Cuando llegó a su hogar, y al encontrarlo vacío, no tuvo fuerzas ni para llorar. Tenía tanta hambre que por primera vez royó la madera de los nidos vacíos. Aún sentía tras de sí el gruñido sordo y luego la imagen de la hembra blanca cayendo. Y más por costumbre que por otra cosa, comenzó a cantar en antiguas palabras toda su pena. Para su sorpresa, la vieja caldera le respondió y así, en los días que siguieron, ella fue su compañía y su consuelo. Se acostumbró a cantarle al fuego y en eso estaba la tarde en que Atila bajó las escaleras en silencio.
Gardunor entonaba una melodía triste que hablaba del viento que acuna los pastos, del sol en las piedras, del agua y el barro. Tan entretenida ella como asombrado él.
Atila nunca había escuchado cantar a una rata, y menos a una que tuviese la voz tan linda. Para su deleite, ella cantaba en un idioma que el conocía, y hablaba de cosas que le tocaron el corazón. La cola de Atila rozó unos cascotes y Gardunor giró la vista. Su instinto le gritó que huyera, pero fue sólo un instante, luego la mirada de Atila la dejó paralizada. Había algo allí que ella comprendía, le llevó unos instantes descifrarlo: en esos ojos nadaban iguales sueños que en los de ella. Gardunor lo reconoció casi al mismo instante que él le reveló su nombre; entonces ella le dijo el suyo.

Mucho tiempo después, mientras los humanos decidían comprar otro hurón pues Atila había desparecido, y cuando la comunidad de ratas de mayor prestigio de la zona ya se había ubicado en un hermoso sótano de hotel a dos cuadras de la plaza, Palantelen —el de las pisadas misteriosas—regresó a buscar a Gardunor.
Sólo halló vestigios de pisadas frente a la Gran Caldera.
Por toda explicación, su vieja amiga le dijo, en ese idioma ancestral que compartían una sola palabra: mamihlapinatapai. Entonces el rey sonrió y la repitió con gran alegría: mamihlapinatapai — la mirada de dos que esperan el inicio de algo que ambos desean y no se atreven a revelar.

* * * * *

La casa vacia o recuerdos de la infancia

La casa vacía

Hoy, después de largo tiempo, al fin vendimos la casa.
Ha estado deshabitada muchos años. Hubiésemos podido alquilarla pero nunca tomamos la decisión, y tal vez fue nuestra manera de imaginar que, como dijo el poeta: todo permanecería como fue entonces.
Sin embargo nada subsiste intacto y al recorrer la casa vacía no hallo mucho de mi infancia. ¿Son los objetos o son las personas las que amarran los recuerdos? Acaso sea un poco de ambas y la magia resida en encontrar las huellas entre esos dos universos. Pero yo sé donde buscar ese rastro, lo aprendí de mi madre y de su gusto por las fotografías.
Por ello, de pie en el pasillo trato de evocarlas; de que vuelvan a mí las poses estáticas y los paisajes en escala de grises. Tengo que poder reconstruir el rompecabezas de aureolas que hay en la pared. Allí un ovalo, allá un cuadrado y la compleja armonía de marcos dorados y madera tallada.
A pesar del esfuerzo no alcanzo recordar las fotos que adornaron el corredor de la casa. Con los ojos de la mente puedo ver la pared tal cual fue por más de 30 años. De repente, junto a esa imagen, la casa toda vuelve a arroparse en muebles: el sofá con almohadones, las carpetas tejidas al croché en los apoyabrazos, a sus pies la alfombra y en el recibidor un dressoir oscuro con espejo y perchas de bronce para colgar el sombrero. Sobre las baldosas recién lavadas del patio brilla el sol de la media tarde y la parra se cubre de hojas; de la cocina me llega el aroma a te con leche; y me veo descender la escalera y pasar frente a los retratos con aire distraído.
Apurada por no soltar el pasado me obligo a detenerme y a mirarlos.
Y en ese instante vi. Pude ver con nitidez cada una de las fotos.
Y vi aun más: contemplé a mi madre descolgando los cuadros del pasillo el día que dejó la casa. Ella los bajaba y antes de guardarlos limpiaba el vidrio con una franela, y había algo tierno y amoroso en el movimiento lento; regresó a mi el pensamiento con la misma intensidad que ese día mientras la observaba desde la escalera: mamá acariciaba el rostro y el pelo de aquellos que ella quería; eran sus afectos —jóvenes o viejos, vivos o muertos, próximos o lejanos—, eran parte de ella. Y se los llevó con ella, para siempre.
¿Dónde habrán ido esas fotos? Nunca volví a verlas. Quizá, por algún giro pragmático de la vida, la caja de retratos se haya extraviado y ahora, los marcos descansen en un refinado anticuario, de esos que visito de tanto en tanto cada vez que decido agregar un retrato en la pared de la sala de mi casa y busco el contorno adecuado. Porque yo también tengo ese lugar donde el pasado cuelga congelado en el tiempo, eternamente niño, inmortal y sonriente.
Allí coloqué cada tramo de mi vida para que no se me olvide, o quizá para recordar lo que debo llevar conmigo. Como esa foto con mi padre: mi rostro reposa sobre su hombro, mi mano en su mano, estamos bailando. El momento siempre será mío. Y me acompañará, donde quiera que vaya.

Las Gemelas

Las Gemelas
Estela M. Escudero

Cuando Maia lo miró, Birjat supo que nunca nadie lo había contemplado así. No pudo precisar en qué radicaba la diferencia pues no era algo que pudiese plasmar con palabras o esbozar con un pincel, era un intangible que trasmitían los ojos de ella y que le provocó una repentina falta de aire. Y acaso fuera ésa sensación de gozoso vacío lo que lo impulsó a caminar hacia ella y presentarse. Le dijo su nombre al tiempo que con una reverencia se quitaba el sombrero, y ella, por detrás del matorral de hortensias, le respondió con una sonrisa. Fue la primera de muchas tardes en las que el rito de saludarse a través de la tapia les ocupó los momentos previos a la puesta del sol, y como era primavera, con el correr de los días esos instantes se hicieron cada vez más prolongados. Hasta que un día, ella lo invitó a trasponer la verja para caminar juntos por el jardín sin otro objeto que mostrarle las diamelas que crecían al costado de la casa. Birjat, hubo de reconocer que poder contemplar a Maia moviéndose entre los canteros con su largo saco de lana y esas pantuflas de piel de cordero no hicieron sino enamorarlo más de lo que ya estaba.
El verano sofocó el parque, el calor del sol los obligó a buscar el frescor de la galería trasera y, en aquel lugar, al reparo de las miradas indiscretas, ella aceptó quitarse los mitones para poder conversar tomados de la mano. Él era feliz durante esos instantes en los que podía sentir el pulso de Maia palpitando entre sus dedos. Cada cosa que ella le contaba se reflejaba allí, ora bombeando agitado, ora aquietándose hasta tornarse imperceptible. A Birjat se le hizo fácil entonces comprender la soledad de la que ella le hablaba. Esa imagen de vida yerma que a veces asomaba en Maia y que le cuarteaba la mirada tal como la sequía parte la tierra y le roba brillo.
Sin embargo, y cada vez con mayor frecuencia, los ojos de Maia resplandecían. Ya no deambulaba por la casa deshilvanando una madeja de lana roja para saber cómo regresar a su cuarto ni tampoco desfondaba macetas buscando la llave que abriese la puerta de salida; ahora, engalanada, esperaba a que su hermana Delia regresara del trabajo para mostrarle con orgullo la cena dispuesta en el comedor grande. Pero su hermana se negaba a entrar allí, desde que sus padres murieran ésa sala permanecía cerrada, con los muebles cubiertos con sábanas y los retratos de la familia alineados sobre la chimenea. Delia terminaba acarreando los platos a la cocina para comer sobre la mesa de amasar el pan. Con ansiedad, Maia intentaba llevar la conversación hacia las flores y el jardín para poder mencionar a Birjat, pero Delia nunca conversaba, ella hablaba poco, usaba monosílabos para responder a las preguntas de Maia y las raras ocasiones en las que se extendía era cuando algo parecía fastidiarla al punto de iniciar una retahíla de condenas. Maia apenas comprendía el significado de las palabras que Delia pronunciaba con musicalidad opaca y entrecortada pero percibía claramente el latido caliente de las frases que rezumaban igual que una llaga abierta. El miedo se apoderaba de Maia y entonces, temblorosa, remontaba la hebra de lana que la conducía a la seguridad de su cuarto.
Cierta tarde, y mientras evocaba para Birjat los vocablos vertidos por Delia la noche anterior, él tomó nota de todos ellos y luego se ocupó en reacomodarlos: apartó las silabas, desmembró diptongos, colocó acentos, unió o distanció letras e introdujo comas, hasta que finalmente la frase ominosa se convirtió en otra, de armonía suave, que elogiaba el color de los ojos de Maia. Ella miró el poema: Birjat había creado, usando ramas secas, maleza y flores deslucidas, el búcaro delicado que ahora perfumaba su mano.
Esa noche Maia le contó a su hermana sobre Birjat. La ira de Delia lo llenó todo, cada rincón de la sala se estremecía al influjo de ésa furia que no se detuvo ni aun ante los ojos aterrados de Maia. Cuando finalmente Delia le gritó “Nunca podrás abandonarme ni dejar esta casa: ¡Estás muerta! Tu no existes… y él tampoco”, el corazón de Maia se contrajo y con un quejido de dolor huyó a su cuarto. Permaneció encerrada casi una semana; sabía que Birjat la habría esperado en vano pero era incapaz de moverse. Con el correr de los días una debilidad profunda le invadió y casi tuvo que arrastrarse para llegar hasta la galería de la casa. El sol esquivo del otoño entibiaba las baldosas y la hojarasca del jardín se movía con la brisa, las hortensias se habían marchitado.
Birjat la encontró allí y no hizo falta que ella le pidiese ayuda, tomándola de la mano la condujo hacia la sala. En ése lugar y junto a la chimenea estaba la maceta, la grande de barro oscuro; Maia escarbó en ella hasta que sus manos tuvieron el mismo color pardo de la tierra y no se detuvo hasta desenterrar la caja: ésa era llave que siempre había buscado. La sostenía aún entre sus manos cuando Birjat, tomándola del brazo le susurró: “Voy a liberarte, ven conmigo” y juntos buscaron la salida.
Y esa noche, cuando Delia regresó, y al no encontrar a su hermana, corrió hacia la sala: bajo el retrato de ambas —ése que mostraba a las gemelas una al lado de la otra, idéntico vestido, similar peinado, tan iguales que hasta sus padres las confundía— la urna con las cenizas de Maia estaba volcada sobre el piso, un hilo de aire había dispersado todo el polvo empujándolo bajo la puerta que daba al jardín y, junto a la maceta rota, una esquela blanca tenía escrito un poema sobre el color de los ojos de Maia.